Es verdad que cuando era un chavalín me dejé seducir por el mundo de las bambalinas -a fin de cuentas era más divertido que las matemáticas- y en medio de aquel bochinche, un argentino que decía llamarse Ernesto y tenía tontas a las chicas del grupo, al que conocimos por medio de no recuerdo quien que nos lo presentó como todo un profesional del mundo de la farándula, se ofreció a darnos tres o cuatro nociones teóricas básicas y mínimas -a las chicas alguna más- que nos permitieran hacernos entender desde el escenario.
También lo es que cuando durante una temporada estuve empleado como recepcionista, la empresa tuvo a bien dejarme junto a mis compañeros en manos de un tipo engominado, de brillantes zapatos e impecable traje chaqueta, procedente de una prestigiosa consultoría de la cual no tengo intención de hacer publicidad, para que nos introdujera en un par de sesiones por los vericuetos de la comunicación verbal y gestual, además de contarnos cual debía ser nuestro comportamiento en casos de aviso de bomba, usuarios especialmente cansinos o iracundos y similares.
Culminando esta trayectoria, el año pasado pillé como libre configuración un seminario de dos créditos de algo parecido a técnicas de comunicación, que iba incluido en un lote junto con uno de técnicas de estudio y otro de preparación al parto... digo, de estress y ansiedad ante los exámenes, y que centró su discurso en torno a la asertividad y a la autoestima.
Como podrá apreciarse este amplio bagaje formativo me ha permitido, en fin, enfrentarme al mundo de las presentaciones en público que tan de moda parecen haberse puesto en esta nuestra Universidad en unas condiciones... absolutamente lamentables.
Desde que entramos por las puertas de la Olavide, cualquier asignatura, hasta el Latín, ha encontrado justificación suficiente para obligarnos a realizar una o varias de estas presentaciones; en algún caso incluso animándonos a ser innovadores e ir más allá del Powerpoint, que por lo visto comienza ya a quedarse corto.
Con más de cuarenta años a cuestas y un cierto bagaje vital a las espaldas, esto me sigue matando. La voz me sigue temblando, la garganta se me sigue secando... no entiendo porque un trabajo con los quince o veinte folios de rigor no puede servir igual. En fin, no era por escurrir el bulto, pero lo que quería decir es que no creo ser quien para criticar el trabajo de Jara, o el de Emilio.
Creo que todos nos movimos poco más o menos en las mismas líneas de trabajo; que si debilidades, que si ventajas, que si Faulkner Brown... y más o menos cubrimos el expediente. A partir de ahí todo lo que queramos ver va a depender del enfoque que cada haya querido darle.
Jara y Emilio se implicaron más en la parte personal, y estuvieron hablando con bibliotecarios y estudiantes; yo, en cambio, eludí el contacto con el personal de la biblioteca y el que mantuve con los usuarios no llegó mucho más allá de la encuesta. Puede que Jara se quedase un poco corta en la extensión, en cambio yo me pasé de largo y por ello -sumando además los habituales problemas técnicos- al final Emilio tuvo que terminar a la carrera.
Lógicamente la exhaustividad en el tratamiento viene dada por el tiempo que te planteas, no es lo mismo trabajar para rellenar quince minutos que hacerlo para media hora de presentación. Seguramente si nos hubiesemos marcado previamente tiempos más o menos idénticos para la exposición habríamos estado obligados a hacer un esfuerzo similar en la preparación.
Ponernos a valorar aspectos de fonación o impostación, la forma en que se establece o no una relación con el público a través del contacto visual, los excesos o defectos en la comunicación gestual, etc, etc... podría ser interesante, e incluso divertido, pero no dejaría de ser un "yo creo que..." contra un "pues a mi me parece..."´.
Esto está comenzando a degenerar, cada vez se parece más a un blog.